
Resultaba sencillo tomar partido en la temporada inicial de la serie cuando el protagonista de la historia era un avezado estafador con una impresionante habilidad para mostrar su cara más amable y esconder bajo la alfombra sus intenciones delictivas. La segunda temporada de Dirty John pone en escena a una pareja de gente sin doble faz, que se conoce saliendo de la adolescencia, se enamora, planea una vida en común, camina esperanzada hacia el altar y entra después en los vaivenes de la vida doméstica, apuntalada por la ambición profesional del marido y el acompañamiento laboral de la mujer.
El relato parece el final de una vieja telenovela de la tarde pero, en realidad, es solo el comienzo de la vida en común de un matrimonio tan parecido a cualquiera pero con algunas singularidades que lo pusieron en la portada de todos los diarios.
Dirty… es de las historias que no se abandonan aunque a uno le cueste compartir el punto de vista del narrador. Y es mejor saber de entrada que es controvertido. Para que quede claro, hay que consumir 6 de los 8 episodios para ver a una mujer desempeñando un rol independiente. Es una fiscal a la que le toca en suerte acusar de un grave delito a uno de los protagonistas.
Antes, y después, los personajes femeninos dependen de los hombres que hay a su alrededor y la conducta de la mayoría va de lo lastimoso a lo reprochable.
Lo normal son esas casas amplias y luminosas, con parques interminables o con vista al mar, vacaciones en la playa y en la montaña y esos autos largos que definen cualquier producción al norte del Colorado.
El relato parece armado como un tango tradicional. Elizabeth Anne, Betty para los amigos, es una chica encantadora y buena que estudia magisterio. Dan es medianamente atractivo y algo extraño pero a ella la divierte y la enamora. El planea convertirse en médico. Se casan, parten hacia la luna de miel y a la mañana siguiente de esa anhelada noche de amor, cuando ella propone salir para que les arreglen la habitación, Dan sonríe y dice que ya pidió que no vengan los de la limpieza para que ellos sigan disfrutando de su mutua compañía.
Entre halagada y divertida Betty ensaya una reconvención y advierte, “amor, pero no vas a dormir en medio del desorden” y ya, sin risas, el contesta: “para limpiar estás vos”.
Mientras tanto comienzan a llegar los hijos y ella sufre también un par de pérdidas, pero siempre se rearma para llevar las riendas de la casa, resolver los problemas domésticos y hasta pasar en limpio los apuntes del eterno estudiante que ya colgó el guardapolvo de médico y está a punto de egresar de Harvard, ahora como profesional de derecho.
Nadie sabe si ella la pasa bien bebiendo margaritas e intercambiando chismes sobre las infidelidades de los integrantes del estudio.Uno sospecha que esa vida tan ociosa no parece demasiado atractiva, pero, de todos modos, terminará siendo añorada como una existencia feliz, cuando Dan, su marido, ofrezca las primeras pistas de que no sólo cambió el sedán tradicional por un convertible rojo furioso, sino también que ese corazón tan imperturbable ha comenzado a latir con mayor entusiasmo porque ha vuelto a enamorarse.
Y en la historia de los Broderick no parece que está permitido olvidar los votos matrimoniales.
El niega todo. Ella hace como que le cree pero se suma en el acto al club de las despechadas y da inicio, sin una declaración formal, a la madre de todas las batallas.
Y la guerra termina mal. Lo interesante es lo fantástico que cubren sus roles Amanda Peet, una Betty épica, y Christian Slater, un Dan creíble e impecable.
Lo demás lo hace el oficio de Alexandra Cunningham , exitosa guionista de Bates Motel, Prime Suspect y Mujeres Desesperadas, que elige para Dirty John a mujeres que se cobran la infidelidad en dinero constante y sonante y tipos capaces de cualquier maniobra para pagar menos de lo que corresponde.
Y lo más importante, pinta para la posteridad a un resistente modelo matrimonial en el que la ruptura se paga con algo más valioso que el dinero.
