Es muy difícil construir en el hueco que deja una ausencia. Netflix le puso fin a la serie sobre la que edificó su fama sin Kevin Spacey, la figura excluyente de House of Cards hasta que una denuncia de acoso lo derribó del pedestal en el que lo habían colocado sus espectaculares actuaciones y una multitud de fanáticos.
El derrumbe del hombre que encarnaba al presidente Frank Underwood paralizó durante meses a la plataforma de streaming, hasta que una reunión de abogados, gerentes y guionistas dio por concluido el duelo, descolgó los retratos del actor del hall de ingreso y puso manos a la obra para continuar la vida sin él.
Los ocho episodios de la sexta temporada afrontan el desafío de anudar los cabos que dejó sueltos, pero sin su intervención. No es sencillo por la decisión de borrar a Spacey de la faz de la tierra, lo que impide recurrir a flash backs o al menos permitir que se escuche su voz.
Y eliminar a Kevin implicó la desaparición de Francis.
El peso de la historia recae en la sexta y última temporada en Robin Wright y en la criatura que con tanta eficacia creó; Claire Underwood , que acá aprovecha la oleada feminista del #metoo y recupera su apellido de soltera, Hale, para convertirse en la primera mujer en ejercer la presidencia de los Estados Unidos, un tema con el que los escritores mayoritariamente demócratas, parecen ajustar cuentas con la realidad y desquitarse de la derrota de Hillary Clinton.
La ex primera dama y actual ocupante del Despacho Oval, llega a la culminación de su imparable carrera de ascenso a la cúspide del poder, más oscura y perfecta que nunca y dispuesta a sacudirse la sombra del gran ausente. La acompañan Michael Kelly–el lacónico y el torturado Doug Stampler-Greg Kinnear en la piel de un empresario y lobista poderoso, Diane Lane, su hermana, y el danés Lars Mikkelsen , el imperdible presidente ruso Viktor Petrov que en vida de Frank era ampuloso y torpe y ahora aparece dando sabios consejos a una Claire arrebatada y dispuesta a poner el mundo patas para arriba con tal de hacer su voluntad.
Cada vez que se han metido con la Casa Blanca los escritores han tratado de mezclar en dosis más o menos equilibradas, detalles oscuros de cómo se maneja el poder real con cierto perfil de manual en el que la figura presidencial suele encarnar el ideal de los principios republicanos, la intención de liderar lo que llaman el mundo libre y un apego irrestricto a valores constitucionales. En House of Cards han desaparecido los buenos– si es que alguna vez estuvieron – y en los últimos episodios sólo quedan los conspiradores .
El vicepresidente Mark Usher (Campbell Scott) revela en un momento que ha sido demócrata y republicano, según la conveniencia, y que está dispuesto a reinventarse para seguir en carrera.
El espectador termina por añorar esos personajes estereotipados de la época de la guerra fría donde los norteamericanos eran patriotas, bondadosos e inteligentes .
Hay también pasajes que parecen escritos uniendo los titulares del New York Times con los del New Yorker. Opositores que invocan la Vigésimo Quinta Enmienda para tratar de declarar demente a la presidenta, lobistas que pretenden que el Congreso le bloquee el acceso al botón nuclear y un gabinete que le da la espalda.
Frank no aparece pero hay referencias contínuas a su muerte y a las circunstancias en las que se produjo. Es posible que durante meses se discuta si la resolución que le dan en el último episodio, el número 73, es digno de la serie que Beau Willimon adoptó de un guión británico.
Y es altamente probable que haya demasiados espectadores decepcionados.
Al fin, House… no es una serie cualquiera. Cuando se estudie la historia audiovisual del siglo XXI aparecerá como el programa que sirvió de piedra angular para el desarrollo de Netflix. Alguna vez también se analizará si esa determinación de borrar a un actor denunciado se compadece con criterios de razonabilidad y justicia. Mientras tanto, se puede disfrutar de lo que quedó en pie de la temporada inicial y debatir si los guionistas encontraron o no una forma digna de escribir el párrafo final de lo que fue, sin dudas, un éxito.